Rodrigo Rotpando

El lado más marica y más deforme

Tengo treinta y nueve años y nací en la ciudad de México (mis papás tuvieron que irse de Argentina durante la dictadura militar). Viví toda mi vida en Argentina. Estudié Ciencias Biológicas en la UBA durante tres años. En esa época teníamos un grupo con el que dábamos clases de apoyo escolar en la villa de atrás de Ciudad Universitaria. Había una conexión entre lo académico-clase media-blanco, y las travestis, trans, maricas, cartoneras, que vivían ahí. Eso duró un año y medio, fue una experiencia corta, pero me marcó –yo tenía veintiún años-. Tenía compañeros con trayectoria en laburo territorial en la villa 31 que nos enseñaban herramientas de Pablo Freire y de otros. La villa gay era un espacio donde vivían varias travestis, trans, maricas y cartoneros hétero, que tenían sus familias ahí. Era un espacio terrible, donde no había luz ni agua potable. La pasaban muy mal en ese contexto post 2001. Lo que hacíamos era tratar de escuchar: ver qué necesitaban. Después estudié Historia en Puán durante casi tres años, pero me resultó agobiante y me fui. 

Al mismo tiempo, cuando tenía veinte años empecé a hacer eventos y movidas que tenían que ver con la cultura LGBT y lo que ahora se llama disidencias. Era parte de Espacio resaca, un colectivo post 2001. Era una revolución sexual anticapitalista. Teníamos una agenda antisistema y participábamos con movimientos piqueteros. Ahí conocí gente con la que nos hicimos compañeros y amigos, como Diana Sacayán, Marlene Wayar, y un montón de activistas lesbianas, gays, queers. 

Uno de los ejes de nuestra militancia era generar lugares de encuentro distintos a los que existían en ese momento para nuestra comunidad. No nos sentíamos parte de los boliches gays que había en el 2002, 2003. Empezamos a armar espacios queer-punk, donde podía haber bandas de hardcore, discusiones de todo tipo y espacios para bailar y mover el cuerpo. Ese era nuestro refugio, en lugares clandestinos. Ese fue el inicio.

Con el tiempo, los eventos se transformaron en mi vida y en mi trabajo. Me transformé en lo que hoy sería un gestor cultural -en ese momento no se ponían esos términos-, en DJ y productor. Laburé más de una década en la fiesta Eyeliner, una fiesta masiva, a la que iban más de mil personas todos los fines de semana, de la comunidad LGBTQ+. El voguing y la cultura ballroom llegaron a mi vida en un momento de transición fuerte. La Eyeliner había perdido la razón de ser. Argentina se transformó no solo por la Ley de Identidad de Género y de Matrimonio sino que la sociedad fue mutando. Y lo que antes era liberador, se transformó en una coraza. Me parecía importante generar un espacio para que la gente pudiera crear libremente y vivir la fantasía y la identidad en un lugar más seguro. Poder construir espacios marica y de nuevas feminidades, ni siquiera espacios entendidos como femeninos o masculinos, sino buscando algo más deforme. 

En lo personal, el voguing me dio la libertad de jugar con mi lado más marica y más deforme. Hace años soy abiertamente marica, pero esto me abrió las puertas para bailar y jugar con mi cuerpo desde otro lugar.  Cuando empecé con las fiestas Turbo muchas personas me decían: “¿por qué vas a hacer un espacio con música house? eso es de maricas viejas”. “El ball acá no existe, no va a funcionar”. Tomé elementos de la cultura ballroom que me atraían y acá no existían. Empecé a construir un espacio performático, en el que tomábamos al baile como el eje: el baile como elemento liberador. No tenía tanto que ver con la cultura ballroom propiamente dicha, en términos colonizados y de réplica de un modelo hegemónico. 

Como productor, me ocupo de la difusión de las fiestas Turbo –porque si bien hubo fechas con ochocientas personas, es un emprendimiento autogestivo-, de las relaciones con los boliches, y laburo como curador: coordinando con los host, con el equipo de DJs y leyendo el espacio para ver qué está bien y qué no. Como DJ, durante las dos horas que estoy ahí solo quiero conectar con la gente en la pista, tener ese diálogo. Es lo más lindo de mi laburo y lo hago por puro placer: ver si están bailando o qué están bailando, jugar con la música. 

Además, desde hace un par de años, hago mis beats. En pandemia me dediqué especialmente a eso. Como no podía estar en una pista, me dediqué a producir. 

Todo baile es político

Todo baile es político. Poner el cuerpo en movimiento después de haber estado una semana alineados trabajando: es político. No importa si vas a bailar reguetón o freestyle; el baile de por sí es liberador y en nuestra sociedad es un elemento político. En el lenguaje del vogue y en la cultura ballroom -que se ha construido primero en Nueva York, después en París y después en Latinoamérica-, se ha trabajado y se ha priorizado el tema de la emancipación del cuerpo. 

La primera fiesta Turbo fue alrededor de 2016 y se llamó Turbo Tauro. Generábamos identidad y comunidad, pero el mensaje estaba centrado en la libertad que genera el baile. Obviamente delimitábamos y poníamos el eje en que no podían venir machos; era un espacio para maricas, trans y feminidades, y eso es un límite muy grande. Lo que a DJ Analog y a mí nos parecía clave era generar un espacio para poder bailar. En los manifiestos que hacíamos planteábamos siempre la necesidad de construir un espacio seguro. Una persona con identidad no hegemónica –y no hablo sólo de las identidades LGBTQ+, sino de cualquiera que rompa con la concepción de identidad hegemónica blanca- está siempre expuesta a violencia. Por eso era importante generar un espacio seguro y por eso generamos tantos protocolos, para que la gente pudiera sentirse cómoda y pudiera venir a hablar con nosotros ante cualquier situación. 

Me parecía necesario desarrollar la mariconería y romper con lo que ahora se llamaría “viejas masculinidades”. Jugábamos con la cultura de la música house, con la maricoteca. Un lugar donde poder mariconear libremente; esa era la gracia del espacio. Después vino el desarrollo de nuestro propio ballroom. 

En Argentina no existía el ballroom. Ahora el ball es una cultura con vida propia. Hay houses, hay espacios que se disputan territorialidades, poderes simbólicos, y ahora el ball tiene su lugar más allá de las fiestas Turbo. Dentro del movimiento, tuvimos discusiones en relación con los cuerpos hegemónicos y con prácticas como la del passing (donde gana el que pasa por cis), un elemento de la cultura ballroom que me parece atroz. 

La Confitería fue un espacio icónico para nosotros. Subías una escalerita y entrabas a ese salón de baile que era un ballroom pero no uno de la cultura ballroom, sino de un baile de los 50: un poco decadente, como es la Argentina. Y te encontrabas con un montón de gente que vivía la fantasía. Siempre planteábamos una consigna o una fantasía a llevar a cabo. 

Hubo dos tipos de eventos. Por un lado, el ballroom propiamente dicho, que era los domingos a la tarde, donde estaban las categorías y donde llevábamos adelante toda la parafernalia y donde también hacíamos nuestra propia lectura de lo que es un ball. Por otro lado, estaba el espacio de la maricoteca. La maricoteca era un lugar en el cual estabas en comunión con un montón gente. Siempre pienso ese espacio desde un punto de vista casi ritual, donde el DJ es una especie de pontífice. El pontífice es el sacerdote cristiano que es un puente entre la divinidad y lo terrenal. Suena exagerado, pero estábamos en el medio de la fiesta, eligiendo qué música poner y qué clima desarrollar junto con otres que te hacían entrar en una fantasía. 

Siempre trabajamos el tema de la opulencia, algo muy presente en la cultura ballroom. Replicar la opulencia de los blancos que las marginalidades negres y latines no pueden vivir porque no tienen los recursos. Si los hacemos propios, en ese momento somos de la realeza. Una arrogancia fingida, ese era el clima y el espíritu de la fiesta. Y jugar con la música house, el alma matter de la maricoteca. La música house es la música negra que tiene alma, con un coro en medio de los beats -no es el tecno de pastillas, cuadrado y sin espíritu-. 

Dentro de la cultura ballroom, hay categorías y jerarquías. Un jurado que sabe y tiene una legitimidad dada por una comunidad, define qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, con el poder maravilloso que tiene darle legitimidad a alguien en su movimiento o en su expresión, y con el poder terrible de destrozarlo también. Amo profundamente la cultura ball, pero veo estas limitaciones y por eso reivindico el espacio de la maricoteca, donde todo es más libre. La cultura ballroom es impresionante, pero reproduce lógicas del sistema y de poder. Hay que ser muy cauteloso y muy cuidadoso para no replicar lo mismo que criticamos.

Las houses de por sí son verticales y cada vez que hubo intentos de hacerlas más horizontales y de generar espacios para discutir de forma asamblearia, vino una bajada distinta. Las houses son patriarcales -esto que digo es polémico y me van a matar las vogueras- ¿Pero por qué digo esto? Porque hay una mother, hay un father, hay un overgrandfather a veces. Es decir, son estructuras verticales, ya sea por edad, por experiencia, por capacidad de baile o de montarse o de trucarse. Muchas vogueras piensan que son horizontales y espero que sea así. De todo corazón espero que así sea. 

Lo que puedo leer de experiencias bastante hostiles que viví de cerca, es que a veces se trata de una estructura vertical con muchas prácticas que no son liberadoras en lo más mínimo. Reproducen el sistema y lo llevan a un nivel de violencia que no le recomiendo a nadie. Eso, más la cultura de la cancelación me parece el combo perfecto para no pertenecer a un movimiento así: eyectivo, violento. Hay que ser cautos y tener ojo para no caer en eso. También hay experiencias maravillosas. Conozco la house de Andy Andino y me parece que es un gran espacio. De hecho hay nuevos espacios, como la house de Laurent, que me parece fantástica. 

Sacar la mariconería a la calle

Como latinoamericanes, tenemos que entender que vivimos en un contexto al que muchas personas llamaron “neocolonialismo”. Tenemos nuestros gobiernos independientes pero a nivel económico estamos atados de pies y manos. Desde que tengo uso de razón en la Argentina hay crisis cíclicas, y hemos pasado un montón de revueltas y de estallidos sociales, porque la situación económica es muy difícil. Y es una burbuja pretender que replicando la cultura ballroom de Estados Unidos en un local de Palermo estaríamos viviendo en otro lugar. 

Es inevitable que el ball salga a la calle. De hecho, han ocurrido manifestaciones muy interesantes. Laurent Tropicalia fue uno de los host de las Turbo y además tiene su propia house, House Tropicalia. Laurent vivió un caso de homofobia clásico, terrible, con un vecino que lo hostigó. Las vogueras armaron una manifestación, fueron a bailar a la puerta de la casa y así consiguieron una respuesta. Entonces el ball es carne. Las compañeras del ball de México lo venían haciendo desde antes. Ahora incluso estuvieron circulando unas imágenes increíbles, de unas vogueras vogueándole a la policía en Colombia. Tiene una potencialidad muy fuerte poner el cuerpo y sacar la mariconería a la calle. En la jerga política en el 2002, 2003, 2004, lo llamábamos “hacer visibilidad”: íbamos con las banderas LGBT, y a veces íbamos montados. 

Es cierto que el ball viene de los márgenes en Estados Unidos. Pero acá estamos atravesados por la colonización y por las grandes empresas, que nos venden cómo es ser queer. Hay una organización cultural de estos productos, y venden a las personas marginalizadas. Por más que pongan a una persona trans dentro de sus productos, no dejan de vender un producto. Entonces hay colonización cultural y hay que ver cómo llega. De repente unes pibis que ven eso, compran esa película y esa fantasía y se meten a una house pensando que están en Brooklyn a fines de los 90, y eso no es real.

Hace poco me escribió une pibi que pertenece al colectivo de la identidad marrón -cualquier persona que no sea blanca y leída como blanca es racializada y ellos lo ponen en palabras y lo están desarrollando como un activismo-. Ella además es voguera y me pedía que le compartiera una de mis listas, que incluye, por ejemplo, a Las Culisueltas. En mi sello, Tropikinky Records, trabajamos con Dj Crast, productor de Las Culisueltas, que además fue compañero de la Eyeliner. Lo que buscamos no es trabajar con elementos exógenos, sino mezclar elementos del vogue con elementos nuestros. Nuestra identidad está ahí y sería un garrón perderla, como hace mucha gente para asemejarse, reproducir y pertenecer a una house internacional, que cumple los mandatos de gente disidente pero que no es de acá.

El ball, las vogueras y las danzas urbanas

Hay un vínculo entre el ball y las vogueras y otras danzas urbanas como el twerk. Si fuéramos puristas de la cultura ballroom, hay categorías que no hubiéramos podido hacer. Tuvimos que tener esta discusión, la primera con relación al freestyle. En la cultura ballroom no hay freestyle; hay tres tipos de ball: old way, new way y vogue fem. Además están las categorías de principiantes o no. Pero freestyle no hay. El freestyle es un invento nuestro que tenía que ver con las Turbo. 

El lema de las Turbo era “bailar libera”, frase que tengo tatuada en el brazo. Eso era lo importante. Entonces buscábamos un espacio donde era difícil evaluar, haciendo foco, en cambio, en lo colectivo, que es mucho más enriquecedor. Dentro del freestyle venía gente de otras disciplinas, por ejemplo del hip-hop. La música que yo ponía era súper random, y eso era fantástico porque no podían saber qué era lo que iba a haber. Por otro lado, venía gente que hacía twerk, gente que bailaba turreo -que está mal visto pero que es algo nuestro-, esa mezcla de reggaetón y cumbia, que es el barrio. 

Las danzas urbanas tuvieron un auge a partir de las redes sociales, porque las redes hacen que mucha gente tenga visibilidad. Muchas vogueras se fueron profesionalizando, a partir de su destreza fueron aprendiendo a generar sus propios espacios para dar clases por fuera de la danza como institución -que muchas veces es muy exclusiva-. Hay un bailarín fantástico, que es más que una voguera, y tiene un estudio de danza en Laferrere. Se llama Emiliano Medina y hace waacking. Él es gordo, y no tiene espacio dentro de la academia clásica. Pesa más de 120 kilos. Hay ciertas corporalidades que quedan fuera de la danza clásica, más allá de que exista una intencionalidad positiva por parte de gente más progresista. 

El baile no es patrimonio ni de personas jóvenes, ni de personas flacas, ni de personas cis. El movimiento lo puede ejercer cualquier corporalidad, el tema es encontrar la forma de que eso tenga un espacio y no un lugar secundario, o un lugar mal visto, o un lugar de lástima. La gerontofobia, la transfobia y la gordofobia están en toda nuestra sociedad, y en relación al baile son muy fuertes. 

En el contexto de alienación en el que estamos, que cada vez es peor, la danza es una obligación para liberar el cuerpo. Estamos atravesados por un montón de mandatos, y con las redes sociales que nos obligan a ser de diferentes formas. El movimiento es importantísimo y es irremplazable. La comunión con otros bailando en persona y no por internet, eso también es irremplazable. Es algo hasta místico. ¿Qué tipo de baile es necesario en esta época? Detrás de cada formalización, viene una estilización y una belleza estética única, con diferentes cánones. Pero también viene la trampa de la limitación. Entonces lo que tiene que haber es más freestyle. Que haya el baile más deforme que se pueda, para todos los cuerpos y para todas las edades. Eso es lo que percibo y lo que me gustaría generar. Tal vez ya no una Turbo, tal vez sí una fiesta postpersona, que esté por fuera de lo que consideramos establecido. Con mayor libertad. Ni siquiera me atrevo a decir si necesitamos una fiesta de turreo o que se desarrolle el ball. No: ¡que haya baile libre, eso es lo mejor, siempre!

Esta entrevista pertenece a Gente de danza

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