Blanca Rizzo

Del living a la danza performance

En mi casa mi viejo tocaba muy bien el piano, así que sonaba bastante Beethoven. Había muy buenos discos de música clásica, también de folklore, y bueno, evidentemente, de chica toda esa música empezó a pegarme en el cuerpo. Me encerraba en el living y me ponía a bailar y era tan sagrado para mí ese momento que no quería que nadie pasara por ahí. En casa sabían que si yo estaba en el living bailando, tenían que dar la vuelta y pasar por otra puerta, porque me enojaba si me interrumpían. Para mí siempre fue muy fuerte la sensación que me generaba bailar. Por eso, un día, mi mamá compró un tul y unas zapatillas de baile y me llevó a que tomara clases. En Concordia, había solo academias de clásico o de español, y me mandaron a clásico. Cuando llegué a la clase y vi a todas las nenas con su tul agarradas de la barra haciendo lo mismo, me enojé y dije que eso no era lo que yo hacía, que para mí eso no era danza. Mi mamá se quedó clavada con todo, con el tul, con las zapatillas, porque yo no quise seguir. 

Por suerte, había una chica, Lidia Santich (Lila), que había estudiado danza contemporánea, “Danza Moderna” se le decía en esa época, así que pude ir a sus clases y ahí empezar a jugar. Un poco más adelante, entré a un ballet municipal de danza moderna con María Antonia Loroca. Y después, a los diecinueve años me vine a Buenos Aires y estudié un año con un ruso, Wasil Tupin; en esa clase estaba todo el semillero del Colón. Seguí mi derrotero con la expresión corporal, o sea, fui variando, fui mechando distintas cosas. Por eso, no me considero una bailarina formal, con la formación que te puede dar el Colón o el Taller del San Martín. Fui tomando de distintos maestros y ya de grande hice la carrera de expresión corporal hasta la mitad. Yo me considero más una bailarina performer, soy una improvisadora y lo mío es la danza performance.

Volver a bailar o el Under porteño

Cuando vine a Buenos Aires, estaba huyendo. En 1975 pusieron una bomba en mi casa, yo tenía diecisiete años y fue entonces cuando decidí irme de Concordia. Tardé un par de años en hacerlo: en 1977 me vine a Buenos Aires a estudiar danza. También vine escapándome de la cosa pueblerina, porque nos señalaban con el dedo, los padres no querían que yo fuera a la casa de mis compañeros. Siento que, de alguna manera, me quedé sin juventud. En el medio tuve a mis dos niñas y reviví en el sentido artístico e incluso juvenil como a los treinta años, cuando pude entrar al Under, eso me revitalizó y me dio la potencia que me habían arrancado.

Hacia 1988 no le encontraba la vuelta al trabajo, hasta que empecé a bailar en Cemento, en el Parakultural, en Medio Mundo Varieté. Entré a un mundo muy extraño para mí, que me fascinó, con Klaudia con K, con Batato, con Diego Biondo, con muchas travestis, muchos performers de todo tipo. Ese fue mi reingreso al mundo de la danza. Yo andaba con la trup, teníamos una movida en Babilonia, un boliche en el Abasto, también había movidas callejeras. En 1989 hicimos una perfo para la escuela de cine de Los Baños, en Cuba, se llamaba “Bicicletas a la China”. Habían entrado con tanques a una marcha estudiantil en Tiananmen y habían matado a doscientos estudiantes. Entonces, organizaciones artísticas políticas decidieron hacer una movida: convocaron y vinieron doscientas bicicletas al Obelisco, y de ahí partimos con una camioneta adelante en la que iba Fernando Noy con su megáfono, y cada tanto esa caravana paraba y se producía una performance. Me acuerdo que hacía un frío terrible y yo estaba en la esquina de Perú y Av. de Mayo esperándolos con mi túnica roja -tenía una túnica roja muy isadoriana- y cuando aparecieron las bicicletas por la esquina, se tiraron al piso y yo salí a bailar sin música a los saltos. Después, la caravana siguió. Esos fueron mis inicios en arte y política. El Under y este tipo de movidas callejeras fueron mi alimento artístico más poderoso.

El Under era, de alguna manera, una contracultura. Éramos una banda de gente que generaba algo por fuera de los circuitos oficiales, eran todos sótanos o boliches, era una mezcla de Rock and Roll con teatro, con danza. Me acuerdo cuando fui a Medio Mundo Varieté y me atendió Leandro Rosati, un actor y director, que junto con Dalila era dueño del lugar. Abrió la ventanita que tenía la puerta de hierro y yo le dije “soy Blanca y bailo”, estaba tan nerviosa que me salió eso: “soy Blanca y bailo”. O sea, me llamo Blanca, no soy blanca. Él abrió la puerta y yo le dije “mira, yo tengo ganas de venir los lunes”, los lunes estaba Batato como director artístico, y seguí “tengo ganas de venir a bailar, de hacer pequeñas improvisaciones” y me dijo “bueno, vos vení el lunes próximo y mirás, y el otro lunes vení y lo hacés, si te tiran con algo no venís más y si a la gente le gusta, volvés”. “Si te tiran con algo”, la gente participaba al punto de decir “¡Salí de acá, raja!”. Así que me compré un camisón blanco en las ferias americanas y ese día salí y bailé “Les 40 Braves”, de Irene Papas. Salí con la túnica blanca y creo que hice catarsis porque hacía mil años que quería bailar. Había bailado en los escenarios de Concordia, pero no así con tanta gente eufórica a la una o dos de la mañana. Y fue tan poderoso lo que pasó, bailé en el cemento y me lastimé todos los pies, pero me di cuenta recién al otro día, cuando me los tuve que curar. Porque la gente aulló, la gente gritó y me acuerdo que cuando entré, Batato dijo “¡¿Pero qué pasa allá afuera que hay tanto despelote?!”, y era que gritaban para que saliera de nuevo. Así que a partir de ahí empecé a ir todos los lunes. Al otro día tenía que estar en el Banco, iba dormida, mis hijas eran chiquitas y yo me había separado, era un delirio acomodar todo. 

Después, también conocí a Omar Chabán, que llamó a Cemento a los artistas para que expresaran su oposición a la Guerra del Golfo, y yo me puse mi camisón negro de gasa, me até un pañuelo y bailé “Amor de Tristán e Isolda” de Wagner. Había cientos de personas, fue imponente corretear por ese escenario. Y cuando bajé Omar me abrazó y me dijo “¿Quién sos?”. Así fui metiéndome en los lugares. En el Parakultural me pasó lo mismo, me puse a corretear por ahí, a bailar, y se acercaron Batato y Urdapilleta también, era como un impulso que me llevaba a los lugares que me gustaban.

Docencia: expresión e improvisación 

Durante muchos años me sentí muy insegura frente a los bailarines, porque sentía que no sabía bien ninguna técnica en particular. Había hecho un poco de todo, pero no era una especialista en una técnica de danza y me sentía terriblemente insegura, hasta que pude asumir que mi especialidad eran las herramientas de improvisación y composición. Esa cajita que puede agrandarse, achicarse, reinventarse. Entonces, perdí mi miedo con los bailarines y dije “Ah, acá hay otra cosa en la que podemos entrar”. Así, me dediqué a estudiar y enseñar esas herramientas, me volví muy especialista en juntar todo lo que me pareció que podría abrir un mundo más personal, abrir la propia Caja de Pandora. Son herramientas en las se entra fácil, pero son muy poderosas, cuando lo hacés, te encontrás con tu propia potencia.

En la UNA, hice el Taller Perf Solo, que era una vez por semana dos horas, y le sacábamos el jugo. Los estudiantes se encontraban de repente con una creación propia y no lo podían creer, porque en general está muy supeditado a que te dirijan, a que otros tengan las buenas ideas, a que uno siempre está aprendiendo, a que el profesor es el que sabe. Cuando leí El maestro ignorante, de Ranciére, entendí que el docente puede ser una traba, porque el estudiante piensa que debe llegar a algo que tiene el docente y eso tapa la propia creatividad y la propia potencia. Entonces, el docente tiene que salir de ese lugar, correrse lo más posible y dejar que el estudiante se enfrente a sí mismo con su propia potencia. A partir de las herramientas de improvisación, cualquier persona puede terminar produciendo una danza interesante, vos le das las herramientas y aunque no tenga el virtuosismo del bailarín, puede llegar a crear algo muy interesante, incluso escénicamente hablando. 

Estuve en el Instituto del teatro Avellaneda, en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático y en la Universidad Nacional de las Artes. Todo esto ocurrió a partir de los cuarenta años, porque a los treinta y nueve estudié expresión corporal, es decir, que empecé a metodizar algo. Y ahí empecé a entrar a los lugares por mi curriculum, seguí siendo medio Under, pero logré ir entrando en las instituciones y para mí fue muy divertido, porque me pagaban por hacer algo que me gustaba. No lo podía creer. Como coreógrafa, como bailarina, nunca gane un peso, y no hago una apoteosis de esto, todo lo contrario, me parece que faltan políticas públicas, que la gente tiene que estar remunerada, que hay que apoyar a los coreógrafos. 

Feminismo, espacio público, performance política

Los espacios grandes me fascinan. Cuando veo uno -puede ser una sala gigante o un paisaje- es como que se me abre algo adentro. Yo creo que es esa cosa de niña de río, de los grandes espacios, de la playa, de poder estar en contacto con las distancias, hay algo ahí que es fascinante para mí. Después, le fui encontrando una vuelta mucho más política a esos espacios abiertos, sobre todo cuando empecé a trabajar la trata. Digamos que pasó del juego infantil llevado a la adultez, a la conciencia de lo político, al “hay que ganar el espacio público”, la gente se tiene que enterar. Hay una mezcla de sensaciones y de emociones que se fueron cruzando en el arte y la política. 

En 2008, el feminismo ya me venía haciendo mucho ruido. Sobre todo ver que las chicas desaparecidas para prostitución no estaban en ningún lado y solo hablaban de ellas muy poquitas personas. Cuando algo me hace ruido, tengo el mecanismo de poner el cuerpo, ni yo misma entiendo bien qué es lo que quiero, pero pongo el cuerpo como una manera de sanar, de poder decirle al mundo “Che, está pasando esto”. Para mí es más fácil poner el cuerpo que decirlo. La cuestión es que Erica Colef, que estudiaba dirección en la UNA, armó la movida “Cuerpos en venta”, en el Foro Interamericano de la Mujer y me preguntó si quería participar. Yo le dije que iba a participar con el tema de la trata. Le dije, yo voy a estar haciendo unas cosas con una compañera y va a haber unas tamboras y todo va a ocurrir cuando las mujeres que estén en el Foro salgan al hall interno de la Facultad de Derecho. Me compré un vestido de red negro, como de novia, que me dejaba desnuda -no tenía nada debajo-, le prendí unos códigos de barra grandes y me tapé la cara con un tul. Convoqué a alumnos míos y les dije que se acercaran a mí, muy lento, con unas cartulinas con talco, entonces, yo pisaba el talco y dejaba una huella, bastante imperceptible en el mosaico. Mi idea era caminar despacio, casi desnuda. A partir de ahí no paré de hacer performance para visibilizar la trata. 

Yo nunca había leído que lo artístico podía provocar la organización social, pero lo viví. En 2015, me llamó una amiga de Flor Penachi -estaban por cerrar su causa- y me dijo “Necesito que hagamos algo grande para mi amiga”. Y lo hicimos. Hicimos una performance que se llamó “Todos, todas, todxs somos Flor, todxs somos todxs”. Fue muy imponente, éramos ciento veinte performers y se hizo en cinco bocas de subte. Había varias madres de chicas desaparecidas y fue como un batacazo, porque sintieron que alguien las veía. Al día siguiente, se citaron y armaron “Madres de víctimas de trata”. O sea, yo viví ese “Ah, me ven” que hizo que estas madres, que estaban totalmente ninguneadas y quebradas por ese ninguneo, se empoderaran y se organizaran.

Esta entrevista pertenece a Gente de danza

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