Lucía Llopis

Un mundo de imaginación inigualable

Soy bailarina de formación. Después, devine en asistente coreográfica, asistente de dirección y coreógrafa. Desde hace un par de años vivo en Rosario y hoy me encuentro en un momento de replanteo respecto de la danza. 

De chiquita bailaba. Tengo el recuerdo de bailar sola en el living de mi casa, a veces en silencio, otras acompañada por algún objeto que me hacía de partenaire o por la música del tocadiscos de mi mamá. Mover el cuerpo era meterme en un mundo de imaginación inigualable: bailar, para mí, era un juego en el que me sentía libre y plena. Moverme era mover la imaginación. Cuando tenía cinco años, mi madre empezó a averiguar para que estudiara danza. Ella bailaba danza contemporánea, ese era su ambiente. La cuestión es que le preguntó a sus amigas a dónde podía mandarme a estudiar Ballet y todas le dijeron “No, no, que estudie expresión corporal”. Así que mi formación siempre fue de la mano de la expresión corporal y la danza contemporánea.

La coreografía me interesó desde siempre, pero fue en Buenos Aires que me entusiasmé con la idea de que se podía estudiar, de que se podía aprender cómo coreografiar. Hoy tendría muchos reparos en hacer una afirmación como esta, pero en ese momento lo sentía así. Cuando me fui a Buenos Aires, era muy joven y tenía muchas ganas de moverme. Ponía mucho énfasis en formarme técnicamente, tenía ganas de poner el cuerpo, de entrenar. Ese recorrido lo hice en la Escuela de Danza Contemporánea Arte XXI. Eran tres años de formación, yo entré en el segundo, e hice también el cuarto año, que era de ballet para algunas personas. Por entonces, también tomé clases con muchos maestros de Buenos Aires, aprovechando que estaba ahí y que tenía la energía de la juventud. También empecé a interesarme por el hacer coreográfico y por la teoría y la historia de la danza y descubrí que el único lugar que me ofrecía eso era el IUNA. El camino hacia el IUNA fue una búsqueda por el fundamento de la danza.

Salir de la comodidad

Yo no puedo pensar mi historia sin pensar en el contexto, en los modos de producción y en el contexto de Argentina, no puedo separar una cosa de la otra. Hay algo que me dijo una docente, que se volvió un eje para entender el mundo en el que me iniciaba. Cuando desde la dirección de Arte XXI le pidieron que nos montara una coreografía para la muestra de fin de año ella se negó y dejó de dar clases. Unos años más tarde, le pregunté por qué se había ido de esa manera y ella me dijo algo que me quedó grabado: “Lo que pasa es que ellos los forman para algo que no existe”. Hasta hoy esa frase sigue siendo algo que pienso constantemente. Ella se refería a que nos formaban con una excelencia técnica muy alta, pero lo cierto es que una vez que terminabas no tenías adonde ir. En ese momento, la única compañía posible, era el Ballet del San Martín, pero en el Ballet del San Martín entraban más que nada desde el semillero del taller o desde el Colón. Terminar esa formación fue un quiebre muy grande para mí, porque entrenábamos y nos preparaban a un nivel profesional como docentes y sobre todo como bailarinas, y al salir te econtrabas diciendo “Bueno, pero ahora dónde trabajo”. Me di cuenta que no tenía recursos para seguir por otro camino que no fuera la interpretación. Sentí realmente que no tenía herramientas para enfrentarme a la realidad laboral. Eso y comprender que la danza es un campo mucho más vasto que el bailar me llevó a entrar en el IUNA.

Apenas ingresé en el IUNA, supe de la compañía de danza y ese se convirtió en mi primer objetivo. Yo ya no pensaba en términos de “voy a ser una bailarina de compañía”, pero entendí que ese espacio me contactaba con personas, coreógrafos, maestros a los que de otra manera no podía acceder. Así que audicioné, y estuve ahí dos años que fueron muy intensos, porque por la mañana teníamos, de lunes a sábados, cuatro horas de compañía y después cursaba las materias de la carrera y después trabajaba.

La compañía fue como una segunda burbuja -la primera había sido la escuela de danza- que aproveché al máximo, porque es un privilegio enorme en Argentina poder tener una clase diaria y gratuita con maestros de excelencia y después, la posibilidad de estar en la cocina coreográfica. El estar tan cerca de los coreógrafos, en los procesos creativos, me habilitó a tener una especie de entendimiento, en la práctica, de cómo el intérprete en algunos procesos creativos, por no decir en muchísimos procesos creativos, tiene un rol autoral muy importante. Los procesos eran muy colaborativos, a los intérpretes se nos daba muchísimo, siempre había lugar para que el intérprete pusiera su cuota autoral, su cuota interpretativa o creativa. El funcionamiento era el de una compañía profesional, más allá de que no cobráramos y más allá de que no le dedicáramos ocho horas diarias, tenía todo lo que una compañía profesional tiene que tener: una institución que ampara las actividades en un salón exclusivo, súper cuidado y dedicado para la danza, con coreógrafos, con maestros de primera línea, con funciones, con asistentes de producción, asistentes de dirección, asistentes creativos. Esa experiencia me hizo experimentar de una manera más global el hacer en danza y paralelamente hacer el recorrido teórico y académico en la universidad. Todo eso fue un marco de aprendizaje enorme. 

En el medio del segundo año de la compañía, en 2012, obtuve una beca para ir al American Dance Festival en Estados Unidos. Esa experiencia marcó un quiebre para mí: estuve dos meses allá y en vez de volver con más ganas de bailar, paradójicamente, volví con menos. Al llegar acá, el contraste fue enorme. Haber visto otros modos de producción y de creación, otra realidad socioeconómica, hizo que para mí fuera mucho más claro que no quería bailar, que quería estar en la cocina de las obras. Esa experiencia me marcó mucho, me llevó a esforzarme para salir de la burbuja de comodidad y cuando terminé el segundo año en la compañía, decidí no audicionar para seguir un año más. Porque las instituciones formativas brindan una estructura y contención, uno puede estar en crisis, puede tener momentos buenos y malos, pero otorgan una contención que es innegable. Al mismo tiempo, esa estructura también limita en muchos sentidos, tiene esa doble vía y sentí eso, que tenía que salir un poco de la burbuja y enfrentarme a aquello que quería hacer. 

La dependencia de la danza independiente

No tuve mucho tiempo de vacío, porque pasado el verano, me llamó una colega, una amiga y me contó que estaba por empezar un proyecto con Pablo Rotemberg, y me dijo “mirá, Pablo necesita una asistente, yo creo que vos re podés ser. Si te interesa avísame, yo le digo, te pongo en contacto y hablan”. Entonces es a partir de ella y de otra colega y compañera en la compañía del IUNA, que comienzo a trabajar con Pablo. Fueron casi cinco años de mucha intensidad, años que fueron una escuela en muchísimos sentidos, porque no solamente fue la asistencia creativa, el estar en los ensayos, hablar con Pablo, ver dos mil videos, charlar con las intérpretes que fueron autoras a la par de toda la obra, fue también, asumir un rol de producción junto a él. Así, empezamos el proceso creativo de lo que luego fue La Wagner. Ensayamos durante seis meses, de lunes a sábado, entre cuatro y cinco horas por día, a veces también los domingos. Así que, si mi idea era salir de una rutina contenedora, lo que hice más bien fue  sumergirme en una burbuja de intensidad. Porque, además, esos meses no cobramos nada, nadie nos pagó ese proceso. El estreno iba a ser en el Centro Cultural San Martín, que apoyó en términos de producción para que la obra se estrenara en ciertas condiciones, pero yo no recuerdo que el equipo percibiera un cachet. Pablo había ganado un subsidio de Prodanza y cobramos unos honorarios de ese subsidio, que contemplaba, además, gastos de producción, de gestión, de difusión, fletes, vestuarios. Entonces, cuando se cobró ese dinero, percibimos algo, el equipo creativo, es decir, las intérpretes y yo como asistente, pero siempre hay un desfasaje entre el trabajo real y lo que se cobra. Se apostó a que La Wagner era una obra que se iba a mover, es decir, se apostó a que la parte de explotación dentro de la producción diera sus frutos y pudiera compensarnos económicamente la inversión de trabajo realizada. En esos años se generó algo muy especial en ese equipo, con las cuatro intérpretes, con Pablo, asumimos un compromiso profesional enorme que fue un gran aprendizaje. 

El trabajo con Pablo fue de una inmersión absoluta en el campo real de la danza independiente en Buenos Aires y esa experiencia, con todo lo bueno, malo, intenso, divertido y tremendo que puede tener me permitió después trabajar con Edgardo Mercado con otra soltura, con otros proyectos. Porque me dio otro entendimiento del hecho teatral, de lo que significa que un grupo, una compañía, un creador, tenga que crear, producir, gestionar y comunicar; todo eso fue una escuela enorme.

Cuando hablamos de danza independiente estamos hablando de profesionales de la danza que no están vinculados directamente a instituciones de danza, que crean dependiendo de subsidios, de ingresos que después se llegan a tener o no con el borderó y que depende también de algún honorario o cachet que pueda venir a través de algún festival. La paradoja es que la danza independiente es muy dependiente de esas cuestiones, de que se obtenga un subsidio de algún organismo estatal, de que puedan hacerse funciones y que la recaudación no solamente cubra gastos de producción, sino que remunere a los artistas y a los equipos creativos, y que pueda circular en festivales. Para mí eso: la danza independiente tiene una gran dependencia para su subsistencia. Conjuga mucho lo estatal y lo privado para poder realizarse y sostener procesos creativos.

Detenerse para seguir creando

Después de La Wagner, después de trabajar con Edgardo, después también de estrenar mi propia obra, Marίa sobre María, necesité hacer otra especie de quiebre. Necesité distanciarme un poco de la realidad de la danza independiente de Buenos Aires y tratar de entender cómo quería seguir creando, cómo y de qué manera quería seguir vinculada a la danza. Porque Argentina fue atravesando una devaluación, no solo en términos económicos, en términos de políticas culturales, en términos sociales, una devaluación muy grande que afectó directa e indirectamente a la danza como actividad artística. Entonces, comencé a hacerme una serie de preguntas: “si yo quiero crear una nueva obra ¿en qué términos la quiero crear? ¿Quiero seguir reproduciendo esta especie de destino precario, de destino de precariedad que hay? Es decir, ¿quiero perpetuar estos modos de producción? ¿Quiero juntarme, armar un equipo creativo que trabaje ad honorem para después eventualmente cobrar algo por el trabajo realizado? ¿O quiero hacer las cosas de otra manera, de una manera más profesional, donde se pueda garantizar una remuneración por el trabajo artístico?

Estas preguntas me alejaron de la rueda del hacer. Y creo que me ubican desde hace un tiempo en un lugar de introspección y de replanteo sobre cómo y desde qué lugar quiero seguir haciendo danza. Hablando en términos creativos, porque hace ya varios años que no bailo, hablo de dirigir proyectos en colaboración o sola.  En este sentido, creo que siempre me sentí más cómoda con los roles que hacen, construyen, dan vida a la composición escénica, pero que no están personalmente ocupando el centro de la escena. En esta especie de período que yo llamo “de transición”, una vez más volví a conectarme con lo académico, me acerqué a la investigación y tengo ganas de proyectarme en ese sentido. Y con ganas de encarar algo creativo, dancísticamente hablando, pero en otros términos, quizás es una idealización, quizás no se pueda hacer, pero preferí probar, preferí detenerme un poco, con todas las pérdidas y ganancias que eso pueda implicar, salirme de la rueda, de esa “pertenencia” al campo de la danza porteña, para ver las cosas desde otro ángulo.

Esta entrevista pertenece a Gente de danza

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