Natalia Martirena

Mucho más que gente que baila bien 

Empecé a bailar como todo el mundo, de manera intuitiva. En mi casa mis papás escuchaban mucha música. Mi papá es melómano, todo el día sonaba un disco. El que más me gustaba era Carmina Burana. Cuando lo escuchaba, sentía que el cuerpo me explotaba, me retorcía por el piso y corría. Había cerámicos, me tiraba y patinaba del comedor al cuarto. Esa fue la primera relación con el movimiento. Quizás era la música la que me hacía bailar. Mi tía era bailarina de la escuela de danza y creo que por eso terminé yendo a danza. Hablo de 1978. En esa época, en muchas ciudades, a las nenas se las mandaba a danza clásica como a los varones a fútbol. Empecé ballet y estudié diez años. 

Hubo algo de destino después. Mi papá seguía al grupo del San Martín y un día escuchó al pasar que había una audición en el taller de danza contemporánea. Yo tenía dieciséis años. Él me dijo: “¿no te querés presentar?”, yo dije: “bueno”. Mi tía me dio una malla rosa, un can can rosa y me hice un rodete. A los dos días fui a la audición. Me pusieron un numerito, Alejandro Cervera nos hizo hacer una diagonal y después una barra de clásicos. Mi facha era un poco ridícula; todas tenían jogging o una calza, yo parecía la Pantera Rosa. Estaba Ana María Stekelman, la recuerdo mucho. Quedé seleccionada y al volver, les dije a mis padres: “quiero vivir en Buenos Aires”. 

Antes de eso, no sabía de la existencia del San Martín. En Bahía Blanca no se sabía que existía la danza contemporánea. Estábamos a setecientos kilómetros pero parecía otro planeta. Mis padres no tenían dinero para bancar una casa y que yo pudiera mudarme. Fue un tema, pero finalmente viajé. Era muy inmadura emocionalmente, no registraba lo que estaba viviendo. Vivir sola en Buenos Aires y estar en el taller del San Martín significaba mucho más que bailar, era entender cómo cocinarme, cómo soportar ciertas soledades. Los lugares tienen formas de tratarse, maneras de moverse, no solo en términos de lenguaje. Yo saludaba a todo el mundo con un beso, algo muy de Bahía, donde además éramos muy charlatanas. En el San Martín había un código que me llevó años, una idea de concentración y de silencio que me costó. Era importante para un bailarín estar de otra manera, por ejemplo, sin espejos. Era una escuela hermanada con la del Colón o la del Teatro Argentino de La Plata. No era un espacio solamente lúdico, era muy exigente. Entrar ahí implicó madurar.

Aprender danza es mucho más que mover una pierna. En el ballet de Bahía Blanca, aprendí esto a los nueve años. Mis maestras eran mujeres bailarinas del estilo de antes, muy elegantes, siempre maquilladas, parecían cantantes de ópera, como la Calas. Y eran muy admiradas. Pero además, eran mujeres trabajadoras. Y trabajaban desde el deseo. Muchas eran madres solteras o separadas, lo que entonces no era habitual. Ver a estas mujeres, que trabajaban desde el deseo en un ballet -aunque el clásico tenga su estructura monárquica- hizo algo en la construcción de mi subjetividad. También recuerdo a José Buono, el primer bailarín en Bahía Blanca que tuvo HIV. No se decía, pero lo sabíamos. Yo tenía catorce años y sabía que él estaba atravesando la enfermedad en los 80. A pesar de ese enorme dolor, armó un grupo en un hospital para ayudar a otros que pasaban por lo mismo. Entonces, los ballets son mucho más que gente que baila bien; son espacios de gente que tiene miedo, que desea. 

La danza en Bahía Blanca fue mi espacio de génesis y me mostró un modo que va más allá de hacer un demi plié o un battement. Incluso va más allá de cosas que no me gustaban. Las que bailaban más o menos, no eran miradas. Me tocó estar del lado de las que bailaban bien, entraba en el prototipo, pero percibía que mis compañeras eran como invisibles y eso no me gustaba. Creo que cambió esa forma de enseñar. Aunque la danza tenga poco tiempo y haya que elegir a las que más pueden, una está trabajando con algo más que un cuerpo.

Cuando me mudé a Buenos Aires, vine con muchas ganas de enamorarme de la ciudad. Empecé a estudiar Historia del Arte en la UBA. Recuerdo que había una mesa donde estaban todos los partidos políticos. De ahí iba al taller. Me fascinaba la percusión, estar descalza, descubrir que se podía improvisar. Conocí a Ana Itelman y fue una experiencia enorme. Nos explicaba cómo pensar el movimiento y era totalmente ajeno a lo que había aprendido antes. Nos decían: “cada seis meses vamos a definir si pueden seguir, este es un espacio estatal y hay que respetarlo”. Me costaba sostener ese espacio de evaluación. 

En el San Martín me trataban bien y me decían que tenía condiciones, pero cuando se hizo la audición para el ballet quedé segunda, y fue como una piña. Después entré al Ballet del Sur. Ya no me paraba en puntas, tenía el pie más ancho y me costaba el eje. No terminaba de encajar. Empecé a dar clases como algo inevitable. No sé si la palabra es resilencia o adaptabilidad, pero decía: “si por acá no funciona, será por otro lugar”. El apasionamiento se me iba moviendo: “si no entré al San Martín, entré al ballet. Y si en el ballet todas las obras son de clásico y no encajo, entonces enseño”

Ser feliz dentro de un aula 

Si hubo un momento en que dije “me quiero dedicar a la práctica artística” -digo “práctica” y no digo “arte” porque me gusta la palabra práctica como hacer- fue cuando empecé a ser docente. También cuando empecé a trabajar en el archivo del museo taller Ferrowhite, y cuando empecé a hacer teatro documental en torno al cuerpo, en torno al trabajo, donde la danza era una guía total pero estaba atravesada por la teatralidad.

Al enseñar empecé a descubrir una zona de mucho placer. Placer al transmitir cuerpo a cuerpo lo que había aprendido. Se me empezó a armar algo muy afectivo al montar obras con nenas de escuela, obras que no eran nada wow. Después de hacer bastante análisis, de ir al psicólogo, empecé a ver que esta idea de lo grande, de lo enorme, es muy del patriarcado, muy de Hollywood y de un mundo que nos limó. Porque yo era muy feliz dentro de un aula, y no me habían enseñado que se podía ser feliz ahí. No me habían enseñado que podía ser muy feliz con nenas que no bailaban tan bien pero que se apasionaban conmigo aprendiendo a hacer una coreografía, mientras yo aprendía a ser coreógrafa. 

Aunque había estudiado con buenos docentes de composición, hacer coreografías no estaba en el mapa. Un bailarín está entrenado para ser cada vez mejor, girar doble, triple, levantar cada vez más la pierna. Cuando uno entra al ballet del San Martín, su campo de deseo está más en el lugar de intérprete. Es cierto que al bailar el intérprete reinterpreta, inventa sus formas. Pero en mi caso, las coreografías que me daban o las cosas que fui viviendo, no me llenaban del todo. 

Al bailar -ya en los inicios en Bahía Blanca- las cuestiones de identidad y de género siempre estuvieron sobre el tapete. Tenemos que repensar los espacios que nos apasionan, reencantar los ballets. Si bailás Gisselle, de El lago de los cisnes, ¿qué otro final puede tener la obra? Si viene un niño, una niña, une niñe, preguntarle qué otro final puede tener Giselle. ¿Tiene que enloquecer para enamorarse?

Todos tenemos nuestra playlist, repetimos cosas o palabras. Una de las cosas que repito es que soy de la generación post dictadura. No empezamos de cero, pero había que reengarzar un eslabón, volver a engancharlo. La gestión en las instituciones era inevitable. En Bahía Blanca, había que iniciar la carrera de danza contemporánea y no había programa ni docentes formados. Eso me obligó a gestionar, empecé a pedir los programas del San Martín, del Colón, y otros del exterior. Casi no había narración en 1991, recién a partir de 1995 en Europa aparece con más fuerza la escritura en torno a la danza. Entonces había que escribir un programa, y como no podía dar clases sola, había que armar un grupo de bailarines docentes. Nos juntábamos en mi casa con amigos o compañeros del San Martín. Venían a dar talleres para docentes del ballet que empezaban a meterse en el lenguaje del contemporáneo.

Aprendí que para que algo exista, si no existe, hay que hacerlo. Si no había obra de danza, había que hacerla. Si no había una carrera, había que inventarla. Federico León dice que el polirubro es un invento de los 90, que adentro de un kiosco había un laverap y además se vendían bombachas. La gestión está engarzada  con el contexto político y social y con la historia de un lugar, sobre todo en Latinoamérica. Entonces, soy gestora porque es algo que entraba en el orden del hacer. 

Que la rueda gire de otra forma

Tengo treinta años de docencia. Durante la pandemia armé un grupo de whatsapp, muchas cadenas. Era una necesidad la de bailar y decir “acá estamos, la danza existe más allá que estemos encerrados”. El campo artístico está adentro de la cultura. Es un lugar en el mundo, donde librás batalla. Es un lugar de tensión. Se me juega algo ético acá. Recibí tanto de compañeres, de maestros y maestras. Me da la sensación de que no puedo quedármelo. El trabajo en archivo tiene que ver con que un relato pase de boca en boca. Una frase dice que uno deja de existir cuando no te nombra más nadie. Entonces armamos redes y cadenas para lograr cosas que han llevado años, luchas de muchas personas que han dejado el cuerpo y el alma ahí. Se me juega algo con las generaciones nuevas, con la gente que está deseando hacer algo en torno al arte. Cómo puedo hacer para que siga esa fuerza que me dieron otros. Es del orden del deseo, la gestión viene por ahí. No es una gestión ordenada, ni pulcra, ni tan consciente.

Las instituciones absorben todo un poco tarde, porque nacen más tarde. Las materias de la carrera de danza en Bahía Blanca fueron mutando. Cuando armamos el programa con Paula Rodríguez existían materias como Historia de la danza. En los profesorados había otros contenidos. Con el tiempo ingresan otros modos de pensar. El hip hop entra en una escuela de danza cinco años después de verlo en una plaza. A la institución entra algo cuando ya empujó. Formé parte durante veinte años del equipo directivo en la escuela de danza y vi que en las instituciones corremos el riesgo de perder protagonismo y de no ser parte de la transformación. Estás formando bailarines jóvenes con enorme potencia, que cuando salen no tienen la mirada adecuada para enfrentarse al mundo porque les estás mostrando otro mundo. Las instituciones no pueden hacerlo todo, y  además los chicos de hoy tienen grupos independientes, por fuera de ellas. Es urgente que las instituciones miren las cosas de otra manera

Mediaciones vivas es un espacio que surgió desde la necesidad de pensar matrices distintas de gestión. La gestión no es soñar algo y hacerlo; es un espacio de conocimiento complejo, que implica miradas políticas, contextuales. Empecé a ver que se habla de derechos culturales y empezamos a preguntarnos qué es el territorio. Siempre nombro a Mario Bellatin. Él tenía la Escuela Dinámica de Escritores en México y cuando le preguntaban a quién llamaba, decía: “no llamo al tipo que tiene curriculum o que hizo una obra genial hace veinte años, traigo a un tipo que está transformando algo, hirviendo con algo”. 

Pensemos en las curadurías: ¿quién evalúa? ¿Por qué no evalúan el territorio de otra manera? ¿Por qué de quinientos que se presentan, hay cuatrocientos que no entran? Hay uno que lleva veinte premios y va a tener veinte más. Esa persona está siendo elegida y estimulada, sabe presentar, sabe escribir. ¿Pero qué estoy premiando, qué estoy apoyando? El presupuesto de Cultura está centrado en Buenos Aires y CABA. No digamos la palabra “federal” para quedar bien, pensemos maneras reales para que la rueda gire de otra forma. Estoy en la coordinación del OAS (Organismos Artísticos del Sur) y a la par en Mediaciones vivas, viendo cómo se hace una mesa de debate de derechos culturales, qué es un derecho cultural. Los que tenemos cargos en cultura, cargos políticos, estatales, tenemos que tener la humildad de relacionarlos con la gente que está fuera de nuestro espacio, quizás en un barrio o en un lugar alejado. La investigación es un proceso inestable y probablemente de ese proceso salga algo nuevo. 

Vivir otra danza 

Hay tantas maneras de hacer danza y arte como personas en el mundo. Me gusta mucho Rimini Protokoll, un grupo alemán que habla de los “expertos de lo cotidiano”: un tipo que cosecha, una costurera, alguien que cose bien. Hay que volver a pensar, como a principios del siglo XX, qué es el arte, quién dice qué es el arte y que alguien es artista, quién señala. Inés Sanguinetti tenía el proyecto Crear vale la pena y decía que la danza contemporánea era un David cayendo al piso, refiriéndose a la escultura del David. Ella sentía que para revitalizarla, había que hacer una sopa de danza, mezclar las danzas. Las instituciones tienen que hacer más fiestas, más allá de repensar todo lo que piensan. Veo el esfuerzo de compañeros, docentes y alumnos para inventar las instituciones. No se hace todo repetitivamente, pero hay que romper más las burbujas, hacer contacto. Como en el collage, juntar cosas que antes estaban separadas.

Necesitamos, también, empezar a ver danzas donde no las vemos. Cuando una marcha para pedir algo, como las Madres de Plaza de Mayo, eso es una danza. La marcha también es una danza. Alguien dirá “un bailarín no le va a enseñar a marchar”. Pero si un bailarín participa de marchas o de una olla popular, mientras está cocinando quizás descubre que hay una danza. Un bailarín clásico tiene que entrenar todo el día, pero para bailar mejor el Lago de los cisnes, tiene que ver danzas donde no las vemos todavía. Por más que trabaje veinte mil horas en el ballet, a ese alumne hay que hacerle vivir otra danza. Adentro de la escuela podría pasar que cuando vea al preceptor, al portero o al auxiliar que está limpiando con su escoba, descubra una danza ahí. Y hay que detenerse a mirarla. Les maestres tienen que mostrarle a un alumno de ballet que el tipo está barriendo y está dejando limpio el lugar. Mirarlo y saludarlo. Empezar a decir “el demi plié que te sale hermoso cuando subís a un escenario, eso que hacés para brindarle algo a un otro, un placer… lo mismo está haciendo él, desde otro lugar”. Hay que dejar de separar la danza y el arte de la vida. 

Esta entrevista pertenece a Gente de danza

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